Fin
David Monteagudo
Acantilado
Nota importante: os prevengo que, por primera vez, y espero que última, voy a destripar el final de una novela en una reseña literaria. ¡Ojito! los que sigáis leyendo aceptáis así las condiciones de uso y no podréis reclamar en el futuro ninguna restitución moral.
La estructura clásica de toda obra literaria incluye un desenlace, ese lugar donde se centrifuga toda la trama y se cuela por el estrecho sumidero que sirve para rendir cuentas, resolver los enigmas y aliviar las mentes de los lectores. Este último apeadero cumple además el postrero propósito de enjuiciar al autor, es aquí donde se le permite dar la vuelta al ruedo con la pechera bien abierta y la montera en la mano para recibir los laureles del público lector o, en su caso, la pedrada (el símil con la lucha de gladiadores romana quizás sea más feliz, en fin). Muchos otros cometidos pretende el desenlace, pero a la postre se trata de esclarecer los hechos y de cumplir con el viejo requisito de toda historia, sea ésta de carácter artístico, científico, filosófico o religioso, es decir, de satisfacer la humana curiosidad. Esto explica también la escasa aceptación entre los lectores de aquella moda, iniciada por las tendencias literarias renovadoras de los siglos XIX y XX, consistente en exponer un fresco social aparcando la clásica estructura narrativa, el conocido espejo de Stendhal -¡si incluso a los documentales les pedimos narratividad!-. Cuando, además, se trata de géneros muy ensayados y completamente interiorizados en la genética del lector, como es el caso de la literatura de aventuras, es casi inconcebible violentar las férreas estructuras preconcebidas. Entonces, resulta de una valentía kamikaze no siempre artísticamente encomiable, atreverse con semejantes inventivas (sospecho que en general, el lector medio no es muy propicio a la cocina de autor, menos aún el de aventuras –y para los escépticos, me remito a las estadísticas de ventas-).
Así que para confirmar la regla voy a hacer lo que nunca antes me atreví y siempre me prohibí, explicar el final de una novela. En mi descargo quiero aclarar que haciendo esto cumplo a pies juntillas con el único precepto que me impuse al tomar posesión del cargo: siéndome imposible asumir una crítica en profundidad de una obra literaria (ni estando remotamente preparado), comentaré aquello que más ha contribuido a la impresión que me cause el texto.
Con Fin, David Monteagudo pretende desentrañar las reacciones de un grupo de personas normales, ciudadanos de a pie, según se van derrumbando al ser enfrentados a una situación límite –o esto es lo que él dice-. Para ello, los reúne en la misma vieja casa de campo donde de jóvenes formularon la promesa de reencontrase veinte años más tarde. Bien pronto se ve que lo que prometía ser una reunión de lo más decepcionante, como sería de esperar de un grupo de antiguos amigos que ya ni comparten recuerdos trasnochados, revierte en una desesperada huída adelante a medida que los compañeros van desapareciendo uno a uno en alucinantes circunstancias. Desde el principio Monteagudo suscita dos enigmas alrededor de los cuales va a construir su delirante trama y que nunca terminará por desvelar. Si bien, tras finalizar el volumen comprendes que dichos enigmas son la zanahoria con la que tira del lector y que su pretensión real es otra -impresión que he confirmado al leerle en entrevistas- la sensación de estafa es irremediable. Y esto, a mi entender, sucede porque Monteagudo abusa de la técnica de tentar con el anzuelo hasta el punto de que devoras las páginas, acelerando más y más, para saber de una vez qué demonios está pasando y sentirte aliviado mordiendo la zanahoria. Y, además, porque su objetivo real, el de explorar la condición humana en el miedo, se queda sin desarrollar en profundidad, ni resiste tampoco la menor comparación con las durísimas autobiografías escritas tras los episodios totalitaristas del siglo XX. A pesar de lo cual, no voy a negar tampoco las evidentes cualidades de una novela que te mantiene en vilo y te entretiene como pocas, ni la habilidad de David Monteagudo con la narrativa comercial, que está al mismo nivel que el de cualquier otro autor de bestseller.
Me atrevo a esbozar algunos de los motivos que explican por qué los caprichosos vientos comerciales de las ventas le están siendo favorables a Fin. Por un lado está el aspecto distinguido que atesora toda rara avis y que lo promociona ante los lectores que se venden como “descubridores de piedras preciosas”; por otro la eficacísima estrategia de marketing de Acantilado y el prestigioso acompañamiento de su nombre; también ha funcionado el boca-oreja para un texto con notables virtudes narrativas, así como el aspecto referencial: se le ha comparado con La piel fría de Sánchez Piñol, el Mecanoscrit del segon origen de Pedrolo o a La carretera de Cormac McCarthy; y, quizás, también ayuda la imagen de “hombre hecho a sí mismo” o de “Juan Nadie” del propio David Monteagudo. A pesar de ello, me temo que Fin juega en una división más humilde que la de las obras antes mencionadas y que difícilmente resistirá el fino tamiz de los años; mientras éstas tienen claro a dónde van, y allí se encaminan y culminan siguiendo un plan trazado de antemano, la novela de Monteagudo naufraga en los objetivos aun convenciendo en varios aspectos formales: si uno escoge sacrificar el desenlace en un género en el que eso es causa de excomunión, más le vale proveerse de unos argumentos estéticos o de contenido irrebatibles. Fin es una obra precipitada en la que no se ha invertido todo el trabajo previo de maduración que debiera garantizarle arribar a buen puerto.
A pesar de todas las pegas expuestas me atrevo a recomendar la lectura de Fin, sobre todo después de haberos estropeado el desenlace, así soy yo. Quizás, ahora que ya no estéis preocupados por la resolución de los enigmas que plantea Monteagudo podáis apreciar mejor su habilidad narrativa.